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29 abril 2025

La tunantada como asunto personal

Vamos subiendo la cuesta
que arriba mi calle
se vistió de fiesta

«Fiesta»
Joan Manuel Serrat, 1970

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En todo el mundo y en todos los tiempos, los seres humanos organizamos fiestas, rituales, ceremonias, danzas: ocasiones que cumplen muchas funciones importantes en la cimentación de la vida misma de cada colectividad, cada familia, y cada individuo. Estas manifestaciones culturales van desde lo sumamente serio y regulado hasta lo extremadamente caótico, y son ocasiones esperadas para las que las comunidades se organizan por lo general sin otro interés que la celebración misma. Este artículo, repetidamente reciclado, se refiere a la Tunantada de la provincia de Jauja, en el corazón geográfico e histórico del Perú. Quien lee esto podrá encontrar múltiples y a veces contradictorias descripciones de lo que es la tunantada. Creo que todo eso es un síntoma positivo de la vitalidad y relevancia de esta fiesta peculiar. (¿Quién tiene la razón? No lo sé. Sólo soy un danzante.)

Acerca de este reciclado texto

En la fiesta jaujina de la tunantada, he bailado como chuto durante muchos años, a veces con largas ausencias. Los peruanos han sido, en los últimos años, testigos del crecimiento exponencial de la popularidad de esta fiesta jaujina. Hoy se anuncia en diarios, televisión, radio y en los innumerables medios sociales de Internet. Es ahora una fiesta ampliamente difundida, y hay notables esfuerzos para hacerla conocer en otras partes del mundo.

Luego de varios años de ausencia, regresé a danzar en la fiesta en enero del año 2000, que sería para mí muy memorable: mi querida hermana Maruja Martínez iba a venir a Jauja conmigo, pero no pudo hacerlo, pues ya empezaba a hacerse presente la enfermedad que se la llevaría en agosto de ese año. Recordando ese retorno a la tunantada, en el año 2007 escribí la primera versión de este texto. Más tarde, creo que en el 2013, la escritora argentina Luisa Valenzuela, cuya generosa casa en el Bajo Belgrano es un pequeño museo de máscaras de todo el mundo, me pidió un texto sobre mi experiencia como danzante, como máscara. Parte de este texto aparece en su libro  Diario de máscaras (Buenos Aires, 2014).

Esta crónica es una tercera versión del mismo texto: edición corregida, aumentada y remezclada. Va dedicada a la Asociación de Tunantes Centro Jauja «Erasmo Suárez Zambrano», reconocida institución pionera de esta fiesta singular, a la cual pertenezco hace casi medio siglo, y a cuyos miembros agradezco siempre el permitirme ser parte de su cuadrilla.

Jauja, 29 de abril del 2025


La tunantada como asunto personal

El veinte de enero, miles de personas convergen en la vieja ciudad donde crecí. Es la fiesta del veinte de enero, o simplemente «el veinte». Vimos la fiesta de niños, entre curiosos y asustados ante las máscaras imperturbables de los distantes españoles y wankitas, rostros amables pero congelados en la malla rosada de metal; y  retábamos a las máscaras incomprensibles de los chutos, rostros de cuero blando de rojos labios abultados, ojos de vidrio y barbas de chivo,  una suerte de diseño infantil hecho sin mucha convicción. Veíamos chutos, españoles, wankas, sin pensar que cada danzante era un hombre (todos eran hombres), quizá un vecino, un maestro, un campesino o un artesano.

De adolescentes, también vimos y fuimos a la fiesta, buscando chicas y alcohol, estando literalmente sueltos en plaza improvisando lo que creíamos era la vida. Ya sabíamos que los danzantes eran vecinos, parientes, de este barrio y del otro, pero las hormonas andaban haciendo lo suyo, dominando cualquier idea de cultura local, de tradición, de danza.  

Luego, casi sin saberlo, nos fuimos haciendo danzantes: plan de joda mientras no se danzaba, pero el llamado del arpa nos ponía a todos en vereda. ¡Chuto, abre campo!, ordenaba don Erasmo, para que se luzcan wankitas y españoles. 

La fiesta estaba ahí. La fiesta está aquí. Cada año el festejo es parecido al del enero anterior, pero siempre es distinto. El veinte llega preñado de preguntas, de expectativas, de angustias, de diversión y de fatiga. 

Nuestro mundo tunantero se llena de danzas y de bordados nuevos y antiguos, de arpas, violines y clarinetes e interminables saxofones. Como en todas las fiestas populares, las reglas sociales se relajan, y de ahí proviene su necesidad y su atracción: se permite mucho en la plaza; se bebe más, se enamora, se coquetea.  Y se danza.

El caos que observa el espectador nuevo, es, en realidad, el resultado de un complejo sistema logístico basado en reciprocidad, competencia —en ambos sentidos de la palabra— y un enorme cariño que se traduce en responsabilidad personal y de grupo.  El caos festivo de la plaza se genera en una organización de tareas y una división de trabajo que involucra a mucha más gente que la que se ve danzando. 

Quienes nos unimos a la fiesta como danzantes, organizadores, socios y auspiciadores, lo hacemos por razones personales que no necesariamente se comparten. Ni siquiera se preguntan. Muchos no vivimos en Jauja y algunos venimos desde muy lejos, como aves migratorias que, llegando enero, empezamos a sentir la urgencia de estar en Jauja, de escuchar el arpa (gracias, Melecio Munguía: ahora bailo al compás del recuerdo de tu arpa), de sentir ese temblor que nos sacude el alma cuando oímos por primera vez el ritmo exacto del tono de la tunantada de este año.

Los danzantes de la tunantada no mostramos el rostro, y bailamos anónimos y exigentes, felices de que se nos juzgue sólo por nuestra danza y nuestro atuendo. Cuando danzamos, el público en los toldos —palcos de madera erigidos para la fiesta— y en la plaza presta atención a la danza de cada personaje, a los pies del chuto, al recio zapateo del español, a los delicados pasos de la wankita, a las amplias y suaves evoluciones de la jaujina. Cada espectador es juez y parte. Y el premio es el gesto de aprobación y el breve aplauso.

Foto de wanka vistiéndose
Don Alfredo Cóndor Vilca, enfermero de profesión
y danzante del Centro Jauja (1979),
 
¿Por qué bailaba el chuto sordomudo?  Todos los días del año recorría las calles de Jauja vendiendo los diarios apenas llegaban de Lima, mañana y tarde. En las fiestas era un chuto al que hacía falta avisarle cuando empezaba la música, pero cuando danzaba seguía el ritmo con los ojos, y nadie sabía que detrás de la máscara estaba  el canillita sordomudo.

¿Por qué danzaba el enfermero? La esposa le ayudaba a vestirse con las polleras de wankita, asegurándose que todo estuviera en su sitio, que se lucieran los nuevos bordados del año y que las monedas de plata estuvieran bien cosidas a la pechera, los pañuelos en su sitio, la peluca impecable.

¿Por qué danzaba el dentista? Menudo, delgado, era un chuto de baile preciso sin llegar a enérgico. La talla pequeña le obligaba a una danza casi perfecta.

¿Por qué danza la abogada? ¿Y el ingeniero que viene de Europa? ¿Y maestros, agricultores, catedráticos, poetas, zapateros, orfebres, panaderos…?

¿Por qué danzamos?  

Esa pregunta no se hace. Es un asunto personal. Es nuestra más sagrada frivolidad, y debe permanecer en el misterio.

Domingo Martínez Castilla
Cullucara del Centro Jauja

26 de diciembre del 2018

Don Erasmo Suárez y parte de la cuadrilla de «Centro Jauja», 1979

Dos fuentes de información:




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